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sábado, 25 de noviembre de 2017

APADRINA UN LIBRO



Cuando entré por primera vez olía a humedad y a vejez, en el sentido literal de la palabra, aunque hacía ya casi dos años que había muerto la abuela. Los hijos querían vender la casa. Allí sólo quedaba la ruina de años de vida solitaria y huraña tras haber quedado viuda, de no haberle echado apenas dinero para mantener una vivienda que nadie querría habitar cuando muriera. Muebles viejos, que no antiguos, las cuadras en la parte trasera, alacenas repletas de cacharros de cocina que yo recordaba de mi niñez, un baño inhóspito decorado con pequeños azulejos blancos.
En la primera planta se hallaban los cuatro dormitorios donde antaño bullía la vida de siete niños, nada menos. Las camas que habían quedado con sus cabeceros de latón y acabados de bolas metálicas todavía conservaban el interruptor de pera; recuerdo ver en una de las habitaciones un hueco en una pared que hacía las veces de armario empotrado, separado de la pieza por una cortina de plástico con fondo de lunares de color, en su interior el bacín de toda la vida, mantas raídas, una caja de Juegos Reunidos Geyper, algún que otro juguete y cajas de cartón, muchas cajas. Me puse a husmear su contenido y no podía creerlo, allí había un buen montón de libros.
Libros de texto de aritmética, teneduría o problemas de los años 60 y 70 que pertenecieran a sus hijos o a sus nietos; libros de consulta y lecturas,  “Flora”,  Una señora comprometida”, “España es así”, “Don Quijote de la Mancha, lectura para niños”, “El Florido Pensil”, “Patty Hearst y otras piezas de vanguardia”, “El último de los Intocables”, “Almanaque de La Saeta para 1904”, “Guía del cultivador” de 1876 . . .  Algunas novelas en lengua inglesa de la editorial Book Penguin Readers, y entre los autores más actuales encontré a Salvador de Madariaga, Tennessee Williams o Pearl S. Buck. Había una pequeña caja-joyero de madera, con unas iniciales escritas con lápiz en la cara interna, que guardaba varios ejemplares de “Los Cuentos de Saturnino Calleja”.
En las buhardillas los tejados se hundían bajo su propio peso. Todavía quedaban unos puñados de almendras secas sobre unos sacos de esparto y varios pequeños aperos de labranza. Me pregunto si la abuela, cuando todavía vivía en la casa, recordaba que todo aquello estaba allí.
Tuve que decidir si abandonarlo todo a la vorágine del ladrillo o salvar lo que bajo mi humilde entendimiento mereciera la pena. ¿Quién no ha conservado con especial cariño algún libro del colegio, una novela o un cuaderno de dibujo, deseando que sus hijos lo cojan cuando tengan la edad suficiente para experimentar algo parecido a lo que él sintió al abrirlo por primera vez?
Ahora cuento en mi biblioteca con dos ejemplares de “Viento del Este, viento del Oeste” y cuando me acerco a determinada estantería percibo un ligero olor a humedad.

Indalecio Jiménez Fernández (09/01/2017)





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