lunes, 31 de julio de 2017

Zenda (Un mar de historias) SOY LEGIÓN


SOY LEGIÓN

(Historia de una gota)


Cuando Magdalena colgó el teléfono no pudo soportar tanta tristeza y rompió a llorar en un liberador instante de feliz desahogo. Brotamos todas en tropel, irrumpiendo con premura a la luz cegadora de sus ojos. Imposible no resbalar por la piel suave de sus mejillas ansiando el roce de sus labios, el remonte de su barbilla, y la caída lenta hacia la blancura inmaculada de la porcelana. Conseguí romper amarras librándome del nexo que nos unía, sintiendo de nuevo la agradable sensación que recordaba de otras veces y de la que tanto había oído hablar, la libertad, tan deseada por unas como temida por otras.
Al caer en el lavabo volvimos a formar un pequeño reguero que sin prisa nos conducía hacia la espiral del sumidero por donde nos sumergimos de nuevo en la oscuridad. De inmediato surgió un olor insoportable en el ambiente, cierto tufo a urea, sudores y excrementos. Escuché. No viajábamos solas, otras partículas comenzaron a mezclarse con nosotras, frías, sucias. ¿Cómo, nosotras las elegidas, las más puras de entre todas, habíamos llegado a esta situación tan desagradable?
Así comenzamos un largo periplo por arroyos inmundos, por riachuelos y cañaverales abandonados, hasta que salimos a cielo abierto, pudiendo respirar algo de aire puro. Llegamos a “La Planta”, rebosante de espumas chocolateadas, donde a base de ácidos e hipocloritos nos adecentaron la cara para hacer más llevadero el último trayecto.
Insectos, aves, pequeños mamíferos se asomaban a nuestro paso a saciar la sed. Algunas gotas del grupo original fueron quedando irremediablemente por el camino pero la mayoría conseguimos nuestro objetivo, ganar el río y desde allí, por fin, el mar, el océano, la azul e insondable inmensidad.
E incansablemente, otra vez cual ave Fénix, comenzaba la transformación gracias al eterno ciclo elemental. El sol comenzó a hacer de las suyas, escuchaba despedidas, desmayos, aquello pintaba mal, parecía el final del viaje. Y dije adiós. Casi sin darme cuenta noté que levitaba, que me transformaba en vapor, en aire, nada. Así venía siendo desde el principio. ¡Qué profunda paz! . . .
Aire, viento y frío glacial. Tiritaba y comencé a juntar mil pedacitos escarchados. Me fui acercando a las desconocidas que me rodeaban por doquier, en busca de algún atisbo de calor, y de repente, allá donde mirase podía ver cientos, miles, millones y millones de gotas de agua precipitando en una ruidosa algarabía infantil, disfrutando de aquel momento de pasajera libertad sin preocupaciones por conocer cuál sería nuestro próximo destino. De nuevo el vértigo de la caída libre y el viento en la cara, viviendo lo vivido, ¿dónde acabaría esta vez?
Amanecí encerrada en una botella de agua mineral  — ¿el karma? —, y al otro lado del cristal descubrí envidiosa a un desconocido abrazando a Magdalena. La recordaba meses atrás ante el espejo, rota por el llanto y la infelicidad. Ahora, se la veía tan alegre. . .   
Esa noche desperté acunada en el rincón de su cuello tras surgir por un pequeño poro de su piel húmeda. Noté que se estremecía bajo mis caricias de sal y comencé a deslizarme hacia sus hombros, recreándome en su pecho y continuando en mi dulce descenso por su anatomía hasta que quedé atrapada en el valle de su ombligo. Creí morir de dicha, hasta que un gemido de placer masculino me devolvió a la realidad. Magdalena saltó de la cama y se metió en la ducha. Cuando abrió el grifo, me llevé el recuerdo de su mirada tranquila por el desagüe.

***

Zenda (Un mar de historias) DONDE DA LA VUELTA EL MAR



Donde da la vuelta el mar


     He releído grandes obras de Hemingway, London o Melville buscando la inspiración para hablar del mar, para contar historias de sirenas varadas o de robinsones modernos. Tal vez sea insuficiente la experiencia del turista que veranea en la costa para relatar su esencia. Porque comer en un chiringuito de playa con vistas no nos hace lobos de mar ni nada que se le parezca. Al igual que no puede hablar de la mina o del campo el urbanita que duerme una noche en un pozo minero rehabilitado o intenta aprender a recoger aceituna en una visita guiada de agroturismo.

     No puedo contar historias de naufragios o batallas navales sin haber vivido como un pescador o un marino, sin haber compartido con ellos, no ya el bocadillo y la cerveza con unas fotografías de recuerdo, sino los días y las noches de temporal, el sol y la lluvia en medio del océano, alejados de cualquier presencia humana a kilómetros de la costa, sin socorristas que velen por ellos.


     He buscado en mi memoria y aún recuerdo con detalle amaneciendo, desde la ventanilla del tren de segunda clase que nos llevaba a la vendimia, la contemplación de retazos plateados pasajeros que se dejaban entrever asomando entre las casas blancas de algún pueblecito pesquero de la costa Brava, las palmeras incendiadas por el sol y el débil centelleo del agua en calma, como una postal para turistas.


     El mar, el que se escribe con tres letras, es para el visitante ocasional que no traspasa la línea de balizas amarillas para el baño. Más allá de esos doscientos metros es donde comienza, donde da la vuelta el verdadero, el que no se describe ni con toda una vida por delante.


     Como dijo el poeta, “El mar. La mar…” Con la humildad que me transmite mi hamaca bajo la sombrilla, me quedo con la mar, esperando que la brisa o una ola deje una gota de inspiración.



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