sábado, 16 de septiembre de 2017

CON LA COMIDA NO SE JUEGA


Fuimos a Lisboa a pasar los primeros días de septiembre con las niñas. Es una ciudad de gente sencilla y acogedora, una ciudad bonita pese a la decadencia de sus edificios revestidos de azulejos. Diríase de Lisboa que es una enorme y sempiterna obra de rehabilitación. Andar por sus calles me transportó a un "Cuéntame" portugués por el que imaginaba a Pessoa o a Saramago caminando por sus aceras de mosaicos de firme irregular, viendo pasar los viejos tranvías de madera y tramando historias sobre los moradores del castillo de San Jorge.
Desayunábamos cada mañana en una coqueta cafetería de época, “Rainha Dona Amélia”, donde nos sentimos casi como en casa gracias a la amabilidad de sus empleados, en especial gracias a una chica que se presentó preguntándonos “¿Español, français, english, deutsch…?” y que desde el primer momento se esforzó por hablarnos en nuestra lengua, ganándose por tanto nuestra simpatía y admiración.
La mala suerte quiso estropearme la mitad de las vacaciones con una intoxicación alimentaria que me hizo visitar el excusado con más asiduidad de lo deseado. Estaba yo, pues, una de esas mañanas, contemplando a mi hija mayor mientras daba buena cuenta de una tortita con fresas y chocolate, cuando vi que entraban al local dos parejas de turistas de mediana edad que, no sé si por su aspecto personal o por su indumentaria, me parecieron también españoles. Catalanes, para más señas, como pude comprobar al escucharles hablar entre ellos cuando ocuparon una mesa cercana a la nuestra.
Su presencia y su parlamento habían pasado a un segundo plano para mí, que vivo en otra ciudad Patrimonio de la Humanidad en cuyas calles, cual moderna Babel, se oyen las lenguas más variadas, hasta que mi subconsciente desconectó el chip que mantenía mi ojo fijo en la tortita con chocolate y mi oído en la conversación con mi esposa, justo en el momento en que la amable camarera se acercó diligente a mis paisanos y éstos comenzaron a pedir en la lengua de Cervantes sus cafés con leche, las tostadas con aceite y unos zumos de naranja, cambiando del catalán al español y dejándome indiscretamente con la duda de si desecharon el inglés por aquello de mejor hacerse entender cuando los estómagos están vacíos, o porque el español es su segunda lengua, de nacimiento o adopción. Y yo con la envidia por no saber ni inglés ni catalán.
Sorprendido pero no extrañado, porque como nos enseñaron nuestras abuelas, y de esto sabían lo suyo, no se juega con las cosas del comer. 


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