Fuimos a Lisboa a pasar los primeros días de septiembre
con las niñas. Es una ciudad de gente sencilla y acogedora, una ciudad bonita
pese a la decadencia de sus edificios revestidos de azulejos. Diríase de Lisboa
que es una enorme y sempiterna obra de rehabilitación. Andar por sus calles me transportó
a un "Cuéntame" portugués por el que imaginaba a Pessoa o a Saramago
caminando por sus aceras de mosaicos de firme irregular, viendo pasar los viejos
tranvías de madera y tramando historias sobre los moradores del castillo de San
Jorge.
Desayunábamos cada mañana en una coqueta cafetería de
época, “Rainha Dona Amélia”, donde
nos sentimos casi como en casa gracias a la amabilidad de sus empleados, en
especial gracias a una chica que se presentó preguntándonos “¿Español, français, english, deutsch…?”
y que desde el primer momento se esforzó por hablarnos en nuestra lengua, ganándose
por tanto nuestra simpatía y admiración.
La mala suerte quiso estropearme la mitad de las vacaciones
con una intoxicación alimentaria que me hizo visitar el excusado con más
asiduidad de lo deseado. Estaba yo, pues, una de esas mañanas, contemplando a
mi hija mayor mientras daba buena cuenta de una tortita con fresas y chocolate, cuando
vi que entraban al local dos parejas de turistas de mediana edad que, no sé si por su aspecto personal o
por su indumentaria, me parecieron también españoles. Catalanes, para más
señas, como pude comprobar al escucharles hablar entre ellos cuando ocuparon
una mesa cercana a la nuestra.
Su presencia y su parlamento habían pasado a un segundo
plano para mí, que vivo en otra ciudad Patrimonio de la Humanidad en cuyas
calles, cual moderna Babel, se oyen las lenguas más variadas, hasta que mi
subconsciente desconectó el chip que mantenía mi ojo fijo en la tortita con
chocolate y mi oído en la conversación con mi esposa, justo en el momento en
que la amable camarera se acercó diligente a mis paisanos y éstos comenzaron a
pedir en la lengua de Cervantes sus cafés con leche, las tostadas con aceite y unos zumos de naranja, cambiando del catalán al español y dejándome indiscretamente con la
duda de si desecharon el inglés por aquello de mejor hacerse entender cuando
los estómagos están vacíos, o porque el español es su segunda lengua, de nacimiento o adopción. Y yo con la envidia por no saber ni inglés ni catalán.
Sorprendido pero no extrañado, porque como nos enseñaron
nuestras abuelas, y de esto sabían lo suyo, no se juega con las cosas del
comer.
* * *
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