sábado, 21 de octubre de 2017

LA PRIMERA VEZ



            La biblioteca se encontraba en el hueco de las escaleras que conducían a las oficinas centrales del Ayuntamiento, en un cuartucho sin ventanas que había servido para albergar los calabozos donde la policía municipal custodiara en otros tiempos a los maleantes del pueblo. Para acceder había que agacharse sorteando una arcada de piedra y cuidando de no dejarse en el intento la frente u otros elementos anatómicos más elevados.
            La primera vez que entré, llamaron mi atención unas pilas de libros amontonados por el suelo formando pequeños islotes de papel en precario equilibrio. Al fondo se distinguía una mesa larga abarrotada de tomos que semejaban un tenderete de mercadillo con libros de ocasión. Numerosos desconchones en las paredes dejaban al descubierto las capas de encalado acumuladas a lo largo de los años. Busqué maliciosamente en los muros dibujos carcelarios y restos de frases del tipo “Libertad sin cadenas” o “Haquí estubo el Bizco”, con fechas que delataran el paso de sus autores por el hotelito. Como única decoración, resaltaban unos ajados pósteres de Turismo de España de los años sesenta que promocionaban las casas colgantes de Cuenca y un paisaje con molinos del Campo de Criptana.
            Allí conocí a Beatriz, cual náufraga superviviente de un desastre recién acaecido, en medio de aquel triste cubículo donde habían instalado la biblioteca. Envuelta por una vorágine de libros, enciclopedias y cajas de cartón sin abrir, clasificando antiguos y polvorientos ejemplares encuadernados en tapas duras de lomos descoloridos que contrastaban con el moreno de sus brazos desnudos. Lucía una abundante melena de pelo negro, zaíno, recogido en una descuidada coleta que parecía estar misteriosamente sujeta por un lápiz. De una insultante lozanía, el rostro ovalado, unos ojos marrones de mirada alegre y la sonrisa radiante, le calculé poco más de veinte años, la mejor edad de la vida. 

Tan embobado estaba en su contemplación que tardé unos segundos en responder a su saludo. Cuando le pregunté por Tuareg, la obra de Alberto Vázquez-Figueroa que me habían recomendado, se puso inmediatamente a buscarla entre aquel totum revolutum. Pensé que tardaría una eternidad en encontrarla, y deseé que así fuera por dilatar el momento todo lo posible, pero en menos de un minuto dio con el libro en sus manos y con mis ilusiones por los suelos.
La novela, que tan magistralmente narraba el tinerfeño, fluyó ante mis ojos como arena entre los dedos de la mano. Nunca imaginé que un desierto aportara argumento creativo suficiente para escribir más de una página. A los dieciséis años descubrí mi primer libro, y mi gran amor platónico, una Victoria alada surgida de los libros de Historia, la perfección personificada con el rostro de Beatriz. El tiempo me enseñaría que las primeras veces en la vida suelen ser breves, pero inolvidables.
Volví a verla dos días después. Me dejé conducir por su experiencia y fui conociendo grandes títulos de Blasco Ibáñez, Galdós, Hermann Hesse o Torrente Ballester. Durante aquellos meses de expediciones bibliotecarias, cada vez más frecuentes debido en parte a mi incipiente afición por la lectura, y por otro lado por razones obvias inherentes a la adolescencia, supe que había estado perdiendo el tiempo con los amigos intentando reconquistar los pueblos vecinos, mientras castigaba la salud fumando pasivamente en oscuros y lúgubres pubs y discotecas de verano.
Iniciar mi propia librería partiendo desde la nada más absoluta no fue tarea fácil en un hogar donde no había más textos que los escolares. Una pequeña estantería del dormitorio que compartía con mis hermanos sirvió para la modesta inauguración cultural, donde los fui ubicando como valiosos trofeos. Compraba ofertas de lanzamiento en quioscos, novelas de Saramago, Sartre, García Márquez, Kafka, Camus… Pequeños tesoros imprescindibles que fui encontrando y releyendo gustosamente con los años, historias que desapercibidamente me iban dejando su huella, imperceptiblemente pero definitiva, como las cicatrices que el viento va esculpiendo en la roca con cada minúsculo grano de arena. El viejo y el mar, La sonrisa etrusca, El principito, 1984, La madre, Viento del Este…

Fui llamado a filas en tierras norteafricanas, descubriendo con sorpresa que en aquel lugar, poco menos que el averno de Dante que yo había demonizado tras la lectura de La ciudad y los perros de Vargas Llosa, como decía, descubrí que el cuartel de Ceuta contaba con una modesta biblioteca donde pasé numerosas tardes con Delibes, con Antonio Gala, Muñoz Molina o Pérez-Reverte.
Cuando regresé al pueblo me dijeron que habían trasladado la biblioteca desde el cuartucho lóbrego que fuera encierro de delincuentes, al nuevo Centro Cultural de la Villa. Cuando fui a ver el nuevo edificio y comprobé que también habían cambiado a Beatriz por un funcionario entrado en años, medio calvo y con gafas de culo de vaso, me sentí vilmente estafado. Mandé a tomar viento el autocontrol montando una rabieta infantil hacia el impostor, cantándole mentalmente aquel estribillo de ¡gafitas cuatro ojos, capitán de los piojos!
Unas semanas después encontré a mi amada en un corredor del Ayuntamiento. Su presencia y su sonrisa acogedoras me hicieron olvidar de un plumazo toda mi ira hacia su colega. Cruzamos un breve intercambio de opiniones y consejos literarios y al poco tiempo, muy a mi pesar y no sin antes recomendarme la lectura de Juan Salvador Gaviota, se despidió, desapareciendo para siempre tras una puerta de cristal esmerilado en cuyo dintel podía leerse en pequeños caracteres de madera ÁREA DE CULTURA.

Desperté y comprendí que Beatriz había sido una quimera inalcanzable para mí, debido a mi inexperiencia como caballero andante y sobre todo a mi timidez casi enfermiza con las mujeres. Amargamente aprendí que las lecturas de la edad temprana habían ido moldeando un pensamiento aún amorfo e incapaz de escoger su propio camino. Cada libro, cada historia contada, tienen una edad irrepetible, una fecha de consumo preferente, un momento ideal de nuestra vida para agarrarlo entre las manos y deleitarse con su lectura. Al fin y al cabo, y recordando a Borges, somos lo que leemos, ¿no?


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(17/04/2017)

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