Cuando entré por primera vez olía a humedad
y a vejez, en el sentido literal de la palabra, aunque hacía ya casi dos años
que había muerto la abuela. Los hijos querían vender la casa. Allí sólo quedaba
la ruina de años de vida solitaria y huraña tras haber quedado viuda, de no
haberle echado apenas dinero para mantener una vivienda que nadie querría
habitar cuando muriera. Muebles viejos, que no antiguos, las cuadras en la
parte trasera, alacenas repletas de cacharros de cocina que yo recordaba de mi
niñez, un baño inhóspito decorado con pequeños azulejos blancos.
En
la primera planta se hallaban los cuatro dormitorios donde antaño bullía la
vida de siete niños, nada menos. Las camas que habían quedado con sus cabeceros
de latón y acabados de bolas metálicas todavía conservaban el interruptor de
pera; recuerdo ver en una de las habitaciones un hueco en una pared que hacía
las veces de armario empotrado, separado de la pieza por una cortina de
plástico con fondo de lunares de color, en su interior el bacín de toda la
vida, mantas raídas, una caja de Juegos
Reunidos Geyper, algún que otro juguete y cajas de cartón, muchas cajas. Me
puse a husmear su contenido y no podía creerlo, allí había un buen montón de libros.
Libros
de texto de aritmética, teneduría o problemas de los años 60 y 70 que
pertenecieran a sus hijos o a sus nietos; libros de consulta y lecturas, “Flora”, “Una
señora comprometida”, “España es así”, “Don Quijote de la Mancha, lectura para
niños”, “El Florido Pensil”, “Patty Hearst y otras piezas de vanguardia”, “El
último de los Intocables”, “Almanaque de La Saeta para 1904”, “Guía del
cultivador” de 1876 . . . Algunas novelas en lengua inglesa de la
editorial Book Penguin Readers, y entre los autores más actuales encontré a Salvador
de Madariaga, Tennessee Williams o Pearl S. Buck. Había una pequeña caja-joyero
de madera, con unas iniciales escritas con lápiz en la cara interna, que guardaba
varios ejemplares de “Los Cuentos de Saturnino
Calleja”.
En
las buhardillas los tejados se hundían bajo su propio peso. Todavía quedaban
unos puñados de almendras secas sobre unos sacos de esparto y varios pequeños
aperos de labranza. Me pregunto si la abuela, cuando todavía vivía en la casa, recordaba
que todo aquello estaba allí.
Tuve
que decidir si abandonarlo todo a la vorágine del ladrillo o salvar lo que bajo
mi humilde entendimiento mereciera la pena. ¿Quién no ha conservado con
especial cariño algún libro del colegio, una novela o un cuaderno de dibujo,
deseando que sus hijos lo cojan cuando tengan la edad suficiente para experimentar
algo parecido a lo que él sintió al abrirlo por primera vez?
Ahora
cuento en mi biblioteca con dos ejemplares de “Viento del Este, viento del Oeste” y cuando me acerco a determinada
estantería percibo un ligero olor a humedad.
Indalecio Jiménez Fernández (09/01/2017)